Normalmente se suele oír en las organizaciones, y en casi todo aquello que se pueda entender como un equipo, la idea recurrente del proyecto compartido. Se entiende que tener algo – un proyecto – que sea colectivo – compartido – implica la posibilidad de alinear intenciones y con ello orientar comportamientos en función de lo que suceda.
Si cada persona actuara desde un sentido propio y tomara decisiones en base a sus propias intenciones se corre el riesgo de no “remar en el mismo sentido”. Y para evitarlo se defiende la máxima del proyecto compartido.
Pero, ¿es posible que la definición de un proyecto pueda mantenerse en el tiempo? No, cualquier proyecto lleva inmerso en él su no permanencia.
Un proyecto es una construcción mental de personas basada en sus deseos, en sus aspiraciones, etc., desde la vivencia de un contexto en el que se interpretan. Pero una vez que se explicita ya ha cambiado de forma, no permanece.
Por tanto, propongo que no se busque un proyecto compartido sino que se compartan los proyectos.
Cambiemos la idea del proyecto como estable y pongamos el acento y el enfoque en el compartir entre diferentes como garantía de que regeneramos el sentido de lo que deseamos hacer en común.
Lo que debe tener continuidad es el compartir, no su resultado concreto en un momento determinado, el proyecto.